En el presente artículo, les proponemos una reseña muy personal sobre el libro de Acemoglu y Robinson “Por qué Fracasan los Países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza”. No es nuestra intención resumir el contenido del libro, ni mucho menos, sino compartir con ustedes algunos puntos que entendemos resultan estimulantes para el tipo de debate que intentamos promover desde este espacio.
Introducción: La elegancia de las respuestas “simples”.
A veces las grandes ideas son simples. Y pueden esconder mucha profundidad y complejidad en su presentación transparente. Pero no por eso pierden elegancia en la expresión, la sensación de sorpresa, de novedad que resulta de percatarse que lo que estábamos buscando estaba al alcance de la mano.
En cierto sentido, eso es lo que proponen Acemoglu y Robinson en su libro. La evidencia siempre estuvo ahí y los argumentos se han presentado otras veces, aun cuando sea de forma más ocasional y fragmentaria. Así como Piketty sacudió el debate académico mostrándonos el “elefante en la sala” que constituía el aumento de las desigualdades económicas en las últimas décadas, Acemoglu plantea una respuesta simple a un problema que en principio parece amplio, inabordable.
La pregunta es directa y a su vez no le falta nada de ambición: ¿Por qué fracasan los países? Interrogante que dejaría atónito a la mayoría, y nos encontraría improvisando mil respuestas del estilo “charla de café”. Y aun así la solución propuesta no presenta mayores complicaciones: los países fracasan (o triunfan) en virtud del tipo de instituciones que supieron darse.
“¿Y esto era todo? Se me podría haber ocurrido a mí también…” dirá usted, estimado lector. No obstante, sería bueno iniciar este diálogo por qué otras respuestas, igualmente difundidas, igualmente intuitivas, podrían llevarnos por el camino equivocado.
Cuando no todos los caminos llevan a Roma (o al desarrollo)
Una respuesta clásica consistiría en decir que el clima condiciona el desarrollo de los países. En principio cierra, ¿no? Está generalizada la idea de que los países desarrollados, países “serios”, están ubicados en el hemisferio norte, con climas templados o fríos, mientras que la casi totalidad de los países en desarrollo se encuentran en zonas de climas más cálidos. De alguna forma entonces, los primeros habrían desarrollado una sólida cultura de trabajo para afrontar las condiciones climáticas adversas, mientras que el resto “se volvieron vagos”, entregados a la vida sin preocupaciones del apacible clima tropical.
No obstante, esta idea no resiste un ligero test histórico. Ya en la actualidad, los autores plantean los ejemplos de las dos ciudades llamadas “Nogales” (una al norte y la otra al sur de la frontera entre México y EEUU), y Corea del Norte y del Sur. Allí el clima y hasta el trasfondo cultural de las personas son similares, y sin embargo distan enormemente en términos de desarrollo. Más aún, hasta el siglo XVIII, las condiciones materiales de vida en Europa no distaban demasiado de aquellas presentes en sociedades milenarias como India o China. O bien, este planteo tampoco nos permite entender por qué Japón se convirtió rápidamente en un país desarrollado, mientras que China permaneció atrasada hasta las últimas décadas. Por ende, la hipótesis geográfica queda descartada.
Existe otra visión que postula que son los factores culturales o religiosos los que determinan la suerte de una nación. Ya a principios del siglo XX, el gran sociólogo Max Weber señalaba que la religión protestante había inculcado de tal forma la cultura del trabajo arduo, que los países que abrazaban esta fe avanzaban más que sus pares católicos. Si bien esto podría haber tenido algún asidero en su tiempo, al día de hoy no existe tanta diferencia entre, digamos, Francia, Bélgica y Austria por un lado y Dinamarca, Holanda y Suecia, por el otro, como para seguir pensando que este es un factor primordial. Más aún: si volvemos sobre los ejemplos anteriores de, las diferencias entre las dos Nogales, entre China y Japón o las dos Coreas, se deben más a la trayectoria histórica de cada país y a sus instituciones económicas y políticas que a algún rasgo cultural determinante.
Una última idea errónea señala que algunos países no progresan porque su población o sus gobernantes desconocen cuáles son las políticas que llevan al desarrollo. Aquí nos tomamos la licencia de señalar algo. Esta idea es tan vieja, que se encuentra en el primer gran tratado de teoría política: La República de Platón. Y como lo descubrió el pobre Platón cuando lo echaban a patadas cada vez que intentaba poner en práctica sus ideas, como le ocurrió a Aristóteles cuando intentó adoctrinar a Alejandro Magno en las virtudes de las pequeñas ciudades independientes griegas, mientras su discípulo se disponía a dominar todo el mundo conocido, y a tantos otros después: la política es determinante.
En efecto, los gobernantes de China no se dieron cuenta repentinamente, un maravilloso día de 1979, que con las reformas de mercado se convertirían en una gran potencia. Tampoco los países africanos que se encomiendan a la tecnocracia del FMI se despiertan al otro día nadando en la abundancia. La dura realidad es que los mejores planes económicos no encuentran terreno fértil si no están dadas las condiciones históricas y políticas para su aplicación.
En este sentido, Acemoglu critica muy acertadamente a un amplio sector de la economía que pretende ignorar esto. Pero lamentablemente en muchos casos, por un lado, quienes toman las decisiones que empobrecen a su pueblo son enteramente conscientes de su proceder y por el otro lado, quienes proyectan la vía al progreso con gran sofisticación teórica optan por desconocer las condiciones sociales sobre las cuales sus premisas son llevadas a la práctica.
La propuesta de los autores
Hablábamos entonces de instituciones. En términos generales, los autores diferencian entre instituciones inclusivas y extractivas. En las primeras, se da una participación política y económica amplia en la sociedad, se tiende a la democracia y los individuos tienen la confianza y las herramientas necesarias para volcar su esfuerzo y creatividad en la economía, lo cual redunda en prosperidad para el conjunto de la población. Por su parte, las instituciones extractivas son aquellas que consagran el atraso, las actividades económicas tradicionales y poco sofisticadas, ya que las mismas sostienen en el poder a una élite que teme que la innovación cuestione las bases de su dominio.
En adelante, los autores despliegan su amplia erudición y comprensión de los procesos históricos para afianzar su punto. Cada capítulo se inicia con la descripción de una situación llamativa, casi anecdótica, que logra atrapar la atención del lector para llevarlo a un nuevo aspecto de su argumentación.
Así, vemos el contraste entre la colonización hispánica de América Latina y la de América del Norte. En el primer caso, los españoles llegan al continente ávidos de riquezas, reforzando los aspectos más opresivos de la estructura social vigente para obtener trabajo forzado y enviar los metales preciosos al Viejo Mundo. Por otra parte, los autores relatan la historia de la Virginia Company. Si bien la intención inglesa era similar en un principio, los colonizadores se encontraban con condiciones hostiles, que los hicieron establecerse y tener que trabajar por su sustento. Esto creo condiciones igualitarias entre los colonos, que en el largo plazo serían la semilla de instituciones democráticas.
Desde ya, el enfoque está puesto en la mirada de largo plazo. Es allí donde podemos vislumbrar el peso y la importancia de los factores históricos en el “devenir institucional” de cada nación. Aquí los autores remarcan dos elementos importantes. El primero es cierta inercia institucional: ya sea que hablemos de instituciones inclusivas o extractivas, las mismas tienden a reforzarse a sí mismas con el tiempo, ejerciendo distintos grados resistencia al cambio.
Pero a su vez, la historia abre particularmente camino a lo nuevo a partir de las llamadas “coyunturas críticas”: descubrimientos, revoluciones, grandes cambios sociales o tecnológicos que generan la oportunidad de cambio institucional, más allá de que este se materialice o no. Se trata de “grandes acontecimientos o confluencia de factores que transforman el equilibrio económico o político existente en una sociedad”. Ahora bien, aunque exista cierto componente de aleatoriedad en la forma en que estas coyunturas críticas se resuelven, aquí juega un papel clave la política, a la cual los autores definen como el proceso por el cual la sociedad elige las reglas que la gobernarán.
En palabras de los autores, “No existen dos sociedades que creen las mismas instituciones (…). las sociedades están constantemente sujetas al conflicto económico y político que se resuelve de distinta forma debido a diferencias históricas específicas, al papel de los individuos o simplemente, a factores aleatorios”. Asimismo, “a menudo estas diferencias son pequeñas en principio, pero se acumulan y crean así un proceso de deriva institucional”.
Ilustremos esto con un ejemplo. En la Europa medieval, primaba el sistema feudal por el cual la mayoría de la población se encontraba en la servidumbre y debía trabajar la tierra para pagar tributo a la nobleza, dueña de la tierra. Esto funcionó bien hasta que se dio una coyuntura crítica: la aparición de la peste bubónica. En poco tiempo, cerca de la mitad de la población europea pereció ante esta grave enfermedad.
Pero dado que comenzaron a escasear los trabajadores rurales, los mismos estuvieron en posición de pedir mejores condiciones o incluso de abandonar las tierras a las que permanecían adscriptos para ir a probar suerte a las ciudades. Como consecuencia, el sistema feudal se debilitó en Europa Occidental, y se fortaleció el incipiente desarrollo capitalista de las ciudades. No obstante, en Europa Oriental, la respuesta fue otra: los señores feudales sostuvieron el feudalismo por la fuerza, intensificándolo incluso. Esta respuesta divergente a problemas comunes, en dos regiones donde condiciones de vida eran relativamente similares, tuvo las mayores consecuencias en el largo plazo: mientras para el siglo XIX Europa Occidental se encontraba en plena revolución industrial, en el Este persistía el atraso y la servidumbre (en Rusia fue justamente abolida recién en el siglo XIX).
El espejismo del crecimiento extractivo
Los autores subrayan que las instituciones, sean extractivas o inclusivas, tienden a reforzarse a sí mismas. De esta manera, nos presentan el caso de tantas naciones africanas, donde las esperanzas que despertó la descolonización de los años ’60 y ’70, se desvaneció rápidamente cuando empezaron a eternizarse una serie de dictadores, de izquierda y de derecha, apoyados en las mismas instituciones extractivas que franceses e ingleses les habían legado. Peor aún: estos casos donde se concentra desde el Estado la explotación de unos pocos recursos naturales, tiende constantemente al conflicto entre la élite establecida y aquellos grupos rivales que quedan por fuera del reparto, favoreciendo así episodios de caos y guerra civil.
Lo paradójico es que en muchos casos, se logra algún grado de desarrollo bajo este tipo de instituciones extractivas. Pero los mismos estarían limitados a una serie de condiciones. En primer lugar, puede darse cuando las élites asignan recursos a actividades de alta productividad que controlan personalmente.
Aquí tenemos el ejemplo de las islas caribeñas durante la era colonial. Durante el siglo XVIII, el azúcar era un producto muy cotizado, que era producido con gran eficiencia para los parámetros de la época en las Antillas. Por ende, eran muy lucrativas como colonias para las potencias Europeas. Ahora bien, tal “productividad” era sostenida por la mano de obra esclava (y el atroz tráfico de personas que esto implicaba) y sus beneficios quedaban en tan pocas manos que fue poco lo que dejó en términos de desarrollo, de infraestructura y servicios básicos para estas naciones. Como demuestran los autores con otros ejemplos de colonialismo europeo, el caso fue mas bien el contrario…
Por otro lado, bajo instituciones extractivas se realiza cierto progreso cuando se permite a la par un desarrollo limitado de instituciones inclusivas. Un ejemplo claro son los de Corea del Sur, que fue una dictadura en las etapas iniciales de su desarrollo económico, permitiendo cierta inclusividad en el ámbito económico pero con derechos políticos limitados para el conjunto de la población. Finalmente, la situación se hizo insostenible y la la democracia política apareció a la par de las instituciones económicas inclusivas.
En el siglo XX, el caso más sorprendente de crecimiento bajo instituciones extractivas fue tal vez el de la Unión Soviética. “La trayectoria económica de la Unión Soviética proporciona un ejemplo claro de cómo la autoridad y los incentivos proporcionados por el Estado pueden dirigir un desarrollo económico rápido con instituciones extractivas y cómo este tipo de crecimiento, en última instancia, llega a su fin y se hunde”. Pero no fue sólo la cierta intelectualidad de izquierda que puso sus esperanzas en la potencia del campo socialista. En efecto, señalan los autores que hasta el Premio Nobel Paul Samuelson predijo dos veces, en 1961 y 1984, en el que tal vez sea el texto universitario más utilizado en Economía, que la URSS dada su tasa de crecimiento, superaría eventualmente la renta per cápita de Estados Unidos.
En efecto, el estalinismo utilizó la coacción para trasladar a millones de personas desde la improductiva agricultura tradicional a la industria. Y sin duda, por más ineficiente que haya sido tal proceso, se registró un notable crecimiento hasta la década de 1970. Pero una vez que los beneficios rápidos de la industrialización y la urbanización terminaron, cuando las materias primas redujeron su valor, la economía se estancó y luego se desarticuló completamente entre fines de los ’80 y comienzos de los ’90. Las razones parecían dadas de antemano: un sistema represivo que no encontraba como incentivar la productividad y la innovación entre su población, despilfarro de recursos naturales (ver caso del Mar de Aral), atraso tecnológico respecto a occidente, etc. Esto se acentúo cuando se acabaron los beneficios rápidos de la adaptación de las viejas técnicas industriales de occidente, justo en el momento en el que la economía mundial cambiaba de paradigma para hacer foco en las tecnologías de la información.
De forma polémica, los autores creen que de persistir sus instituciones extractivas, el crecimiento podría detenerse hasta en la misma China, que hoy parece imparable…
Círculo Vicioso, Círculo Virtuoso
En consonancia con gran parte de los estudios sobre la temática, los autores sostienen que “Salvo contadas excepciones, los países ricos actuales son los que se embarcaron en el proceso de industrialización y cambio tecnológico que empezó en el siglo XIX, y los pobres, los que no lo hicieron”.
Sin duda, el proceso continuado de cambio tecnológico y crecimiento económico de los últimos dos siglos no tiene precedente histórico alguno. Pero no obstante, algunos países estaban en mejores condiciones que otros para aprovechar la situación. La causa que señalan los autores es la sostenida a lo largo del libro: “algunos países se negaron rotundamente a permitir que comenzara la industrialización. Que un país iniciara la industrialización dependía, en gran parte, de sus instituciones”. Fueron las instituciones las que determinaron que “La desigualdad mundial existe actualmente porque, durante los siglos XIX y XX, algunos países fueron capaces de aprovechar la revolución industrial y los métodos de organización que aportaba y otros no”
Como señalábamos, cuando un país tiene cierto tipo de instituciones, se registra una cierta inercia que genera resistencia al cambio. Si hablamos de instituciones extractivas, un país puede entrar en un círculo vicioso, en el cual las cosas van de mal en peor. En gran parte, esto se da por qué las élites tienen temor a la “destrucción creativa”, es decir, al cambio en los hábitos, las costumbres, las estructuras sociales y el reparto más pluralista del poder dentro de la sociedad que genera el desarrollo económico. Este es un fenómeno que se observa en distintas sociedades a lo largo del tiempo. Y en efecto, hubo ocasiones en que se tomó la decisión consiente de darle la espalda al progreso a fin de consolidar el poder político.
Un caso claro fue el de China durante las dinastías Ming y Qing, entre los siglos XV y XIX. En efecto, los gobernantes chinos decidieron que cortar los lazos con el resto del mundo era lo más efectivo para consolidar su poder político. La consecuencia lógica fue que al aislarse de la expansión comercial mundial y el desarrollo tecnológico promovido por occidente, consolidó una situación de atraso que hizo fácil que los europeos le impusieran condiciones de cuasi-colonialismo a China en base a su superioridad militar. El caso opuesto es el de Japón, que al reconocer la condición de debilidad en que lo ponía el aislamiento y el atraso técnico, decidió impulsar sostenidamente el desarrollo hasta convertirse en una de las economías más avanzadas.
Ahora bien, también se dio en muchos casos la situación en las cuales el atraso no fue una elección, sino el resultado de la injerencia externa. Esto se dio en las grandes áreas del mundo en las cuales el colonialismo europeo impuso o reforzó las instituciones extractivas existentes. Los ejemplos son varios: el fin de la industria textil en India, el tráfico esclavos en África, el apartheid en Sudáfrica, el colonialismo holandés en el sudeste asiático. Para los autores, “todo esto no explica solamente por qué la industrialización pasó de largo en gran parte del mundo, sino que también describe que el desarrollo económico en ocasiones se alimenta del subdesarrollo, e incluso lo crea, en alguna parte de la economía nacional o mundial.”
No obstante, algunas naciones sí pueden “romper el molde” e iniciar un círculo virtuoso. El mismo funciona a través de varios mecanismos, entre ellos: la lógica de las instituciones pluralistas hace más difícil la usurpación del poder por un grupo o un dictador y que las instituciones políticas inclusivas apoyan y son apoyadas por instituciones económicas inclusivas. El autor remarca aquí lo ocurrido en la década de los treinta en EEUU. El presidente Roosvelt había sacado al país de la gran crisis iniciada en 1930 y era inmensamente popular. No obstante, ante su insistencia de cambiar los miembros de la Corte Suprema por otros más afines a sus políticas, tanto el poder político como la sociedad en general supieron marcarle un límite a sus atribuciones. Pero esto no es algo meramente actual, sino que los autores remarcan cómo en numerosas disyuntivas similares, los países que han tenido éxito han sido aquellos que privilegiaron seguir en el proceso de largo plazo de construcción de instituciones igualitarias y pluralistas
A modo de conclusión
Dejo en el tintero varios e interesantes argumentos y ejemplos de los autores. Pero considero destacable cómo a partir de una teoría sencilla, los autores logran iluminar una cuestión sumamente compleja. Es una teoría que no explica todo, y esto está lejos de la intención de los autores, pero sí logra abordar adecuadamente la cuestión.
Desde ya que la razón de éxito o fracaso de los países es un debate apasionante, que nunca puede terminarse dadas las consecuencias que esto tiene para la vida cotidiana de miles de millones de personas. Me remito a la tan citada frase del Premio Nobel Robert Lucas:
“¿Hay algo que pueda hacer el gobierno de la India para que su economía crezca como las de Indonesia o Egipto? Si la respuesta es sí, ¿qué exactamente? Si la respuesta es no, ¿qué ocurre en India que hace que así sea? Son asombrosas las consecuencias que para el bienestar de la humanidad entrañan preguntas como éstas: una vez que se empieza a pensar en ellas, resulta difícil pensar en cualquier otra cosa.”
No obstante, destacamos primero la ambición y la intención de los autores. En un mundo académico donde lo que priman son los papers cada vez más frecuentes y sobre temas más acotados y específicos, resulta destacable la postura del intelectual que sale de su claustro para comunicarse con el gran público y escribir un libro entero para desarrollar una teoría de tal alcance.
Por el otro, en un tiempo en que se privilegia una especialización cada vez mayor y a todo costo, los autores realizan un esfuerzo interdisciplinario en el cual la Economía se encuentra con la Historia y la Política. Esto no sólo nos resulta infrecuente y destacable, sino que nos interesa ya que desde nuestro lugar, aquí, en este blog intentamos constantemente generar intercambios entre las distintas disciplinas científicas, convencido de que ello mejora significativamente la comprensión de los temas que más nos afectan como ciudadanos de esta “aldea global”. Apoyamos entonces esta iniciativa y, como siempre, más allá que uno pueda o no estar totalmente de acuerdo con algunos autores (es casi imposible) consideramos que el aporte de Acemoglu y Robinson es un excelente disparador del debate en muchas temáticas de nuestro interés.
Referencias bibliográficas
Acemoglu, D., & Robinson, J. A. (2014). Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. Buenos Aires: Ariel.
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Franco A. Tarducci - Licenciado en Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario. Actualmente cursando estudios de Maestría en Finanzas en la misma Universidad.
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