''El historiador británico Anthony Pagden ofrece una visión actual de los objetivos ilustrados''
Por Fernando Savater
Quizá algunos de los lectores más veteranos recuerden la entonces famosa boutade sesentayochista, atribuida a diversos profesores franceses (yo la leí en una pared de Nanterre, pero algo después): “Platón ha muerto, Hegel ha muerto, Nietzsche ha muerto… y yo no me encuentro nada bien”. Quizá hoy podríamos parafrasearla diciendo: “Montesquieu ha muerto, Voltaire ha muerto, Kant ha muerto… y quienes quisimos ser ilustrados no nos encontramos nada bien”. Pero ¿en qué consiste la Ilustración si no queremos dejarla reducida a otra etiqueta pegada a uno de esos casilleros en los que metemos con calzador un periodo histórico bastante caprichosamente delimitado, cortando al modo en que lo hacía el bárbaro Procusto lo que falta o lo que sobra para que todo confirme la teoría previamente adoptada?
La Ilustración, en todas las épocas en que podemos sin exageración o manipulación detectarla (sea la Grecia clásica, la Roma que inventó y justificó el Derecho, la Edad Media de Abelardo y Guillermo de Occam, Erasmo, el Renacimiento, la era barroca en que aparece la ciencia moderna…), es el esfuerzo por establecer el alcance y límite de lo humano a partir del rasgo humano por excelencia, la razón que deduce, experimenta y concluye, en lugar de aceptar lo que sobre ella establecen las leyendas y costumbres tradicionales. En cualquiera de sus avatares, el ilustrado se alza pidiendo argumentos y debates —la razón nunca es revelación única, sino relación entre varios que no ponen ninguna autoridad divina o humana por encima de ella— y proclama firmemente que así podemos alcanzar las verdades vitales que nos interesan, o al menos aproximarnos con tanteos y dudas a su paulatina elucidación. En una palabra, frente a los creyentes que aceptan, tiemblan y confían, los ilustrados son pensantes que ponen en cuestión, discuten, concluyen… y también confían. Alcanzar una frágil balsa de confianza para flotar sobre tormentas y tormentos, en ese objetivo definitoriamente humano coinciden por caminos opuestos la fe de los sencillos y la razón de los ilustrados.
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